COVADONGA
 

A  LA VEGA QUE QUIERO
Ramón Antonio Menéndez López


Fue algo curioso. Aquella mañana sentía ganas de rezar. Vieja se había hecho la sentencia papal que me sumía en el redil de los “vitandos”: “Propter indignitatem tuam”. Estaba sellado y rubricado en el escrito que lanzaba sobre mí la indecencia de mi actitud.
A pesar de todo sentía ganas de rezar.
Lejos estaba el día en que mis manos habían sido ungidas por el óleo de Melquisedech. Manos que con dificultad recordaban la ingravidez de la hostia hecha Dios. Mis oídos habían sido saturados de miserias vertidas en un confesionario al tiempo que mi indignidad juzgaba a los humanos recomendando perfección e impartiendo perdones. Había consumido horas hablando de amor y el amor me era prohibido. Lejos estaban esos días.
Pero hoy, sentía ganas de rezar.
“Oro, oras, orare, oravi, oratum”, era el enunciado del verbo latino que fue mi compañero habitual en días de inocencia, de pecado y de traición. Hoy recordé una forma gerundial de ese verbo y con ella afloraron en mí recuerdos de infancia que, inmóviles, habían permanecido en el subconsciente, temerosos de ser mancillados.

Orandi”, forma de gerundio de verbo “oro, oras,.....”
Vega de Orandi, protegida por un monte santo y de oración. Vega que con seguridad guarda las pisadas de mi niñez y recibe aún los ecos de sonrisas llenas de esperanza con visos de santidad. Orandi, confesionario de decisiones personales posteriores que cambiaron el rumbo de mi vida, sepulcro de secretos y descanso de mi espíritu en tiempos de turbulencia e inquietud.
Hoy vuelvo a ti.
Vuelvo a ti, Vega de Orandi, con el corazón abierto y el alma deseosa de confidencias nuevas. Vuelvo con lenguaje arcano que solo comprenderán los iniciados. Vuelvo temeroso de ser descubierto entre las brumas de tu despertar. Espérame.
a mañana me envolvió y me condujo hasta las primeras rampas de la senda. Tenía prisa por llegar y los rayos de un sol joven se deslizaron entre las ramas jugueteando a claroscuros y dejando briznas de niebla entretejidas en la arboleda. Mi cuerpo, encorvado sobre la vereda zizagueante, avanzaba de forma pertinaz, firme, devorando ansiosamente metros de tierra rojiza incrustada de calizas. Sentía que la bestia del Auseva, empeñada en ocultar su corazón, estaba siendo dominada por mí.
Sudor, resuello, sed. Ansia, ilusión, impaciencia.
Descansé en un recodo, en compañía de una fuente que manaba de una roca herida. Recordé haber bebido de esa fuente cuando mis jóvenes años cuestionaban la identidad de mi persona. Hoy, pasada la barrera de esa edad que define al adulto, es la misma persona la que bebe tratando de que sus dos “yo” mantengan el equilibrio inestable en el que asienta su carácter.
Contemplé los pájaros que iniciaban su tarea primaveral de preparar el nido ensayando requiebros tempraneros. Espié el cielo entre la fronda vislumbrando su vestimenta azul y grité “Dios” sin obtener respuesta. El silencio había tragado mi voz. Era el mismo silencio que con frecuencia invoco para encontrarme conmigo mismo.
De forma imperceptible, los robles y las hayas, los abedules y castaños, comenzaron a tocar el cielo al tiempo que la claridad se convertía en dueña de la senda despojándola de su misterio. Mi corazón latía aceleradamente confesando el esfuerzo y presintiendo la cercanía de lo ansiado.
Había rebasado el último tramo, había sorbido las últimas gotas de sudor, había levantado por última vez mi vista vidriosa cuando el Génesis estalló en mis oídos y las aristas de un anfiteatro divino se convirtieron en palabra.
“Y Dios creó al hombre”. Era el Paraíso.
Una estampida de verde cegó mis ojos al tiempo que altivas crestas calizas vigilaban mi insignificancia. Las praderas, cayendo desde las montañas, simulaban tapices adornando la plaza mayor el día de fiesta. Miré al cielo buscando protección y el vuelo del un aguilucho me sirvió de alivio. Con la mirada, acaricié temeroso el entorno confundiendo cielo, roca y pradera.
Silencio, perfume y gozo.
Grandeza, humildad y amor.
El río discurría por el valle, jugueteando con los rayos de un sol que se bañaba en los pequeños remansos formados por las rocas del lecho lanzando destellos juguetones. Río que canturreaba melodías a medida que avanzaba, vergonzoso, tratando de esconderse en la gran hendidura de la montaña, mientras el suave respirar de los dioses, en forma de brisa, acariciaba mi rostro.
Vega de Orandi. La sentí virgen y desnuda, tanto que mi cuerpo, impúdicamente, se fue despojando de sus ropas para mimetizar con ella. Había tenido tan poco contacto con el hombre que no se delataba temerosa.
Me sentí cómodo.
Descalzo y desnudo, empapado de sol y viento, corrí locamente por su ladera saludando a las margaritas y primaveras, a los arbustos y cardos, a las mariposas y jilgueros. En este correr alocado, heridas aparecieron en mi cuerpo al tiempo que oleadas de amor restañaban las mismas. Descansé sobre su piel mullida que destilaba perfumes de hierba-buena y tomillo y al sentir mi cuerpo fundido con su tierra me revolqué sensualmente reconociendo mi origen. Dejé que el agua me inundase convirtiendo aquel acto en un neo-bautismo que purificase mis desamores y egoísmos, orgullo y vanidades, hipocresías y frivolidades. Hoy tenía que estar puro.
Vega de Orandi. Hoy tienes nombre evocador. Evocación de minutos robados al amanecer o al mediodía y regalados a la charla amiga. Evocación de fluidos de amor que acunan sentimientos sublimes. Evocación de furtivos apretones de manos portadores de raudales de sintonías silenciosas. Tu presencia deseada causa en mi un extraño desasosiego. Deseo estar contigo y tiemblo cuando lo estoy. Me prometo no buscarte y una fuerza invisible me conduce hacia ti buscando tu eco que me saque de la asfixia. Idéntica tristeza me causa tu ausencia como tu cercanía.: la primera por no tenerte y la segunda porque no te tendré.
Envidio el viento que te besa sin que te enteres, la luna que te abraza impunemente, la lluvia que te acaricia sin ofenderte. Viento, luna y lluvia seré.
Vega. Vega de Orandi. Espero a tu lado el atardecer que cruelmente alarga las sombras y cuando el crepúsculo invita al amor, los minutos compartidos se pierden con la luz.. Espero, tratando de prolongar esos minutos, acurrucado en tu verdor, mecido por tu fragancia y acariciado por tu mirada.
Sé que tengo que marchar.
Conozco el impulso de los vientos hostiles que hinchando las velas del destino obligan a tomar derroteros convencionales. Intuyo que el anochecer me precipitará senda abajo, al encuentro con lo rutinario, pero tengo la certeza de que cuando el silencio sea tu único compañero, cuando tu aliento huela a hierba fresca, cuando el rumor del agua acune tu sueño, las montañas que te coronan, cual órgano gigantesco, interpretaran esta sinfonía de amor cuya partitura solo ellas conocen y solo es descifrable por quienes saben querer.
“Oro, oras, orare...” “Amo, amas, amare....” Verbos de la misma conjugación.
Vine junto a ti a rezar y junto a ti aprendí a amar.
Cuando me halla ido, te quedara el viento, la lluvia, el sol y la luna que al oído te dirán cuando te quiero. Quizá en algún momento de debilidad y junto a tu soledad las lágrimas aumenten el caudal de tu río. Pero no serán estériles pues regaran tu pradera inundándola de cariño y haciendo brotar en ella flores de tiempos nuevos. Mis lágrimas serán guardadas celosamente y cuando vuelva a tu lado, regaran las mismas flores.
Antes y después, tu mundo de flores será mi asilo y tu recuerdo mi apoyo
Abandono mi paraíso rodeado de penumbra pero con el alma descansada. Solo la Vega conoce mi secreto Lo deje entre los riscos y majadas, camuflado entre la niebla y el silencio, con caricias de nieves y esperanzas. Tengo conciencia de mis nulas facultades poéticas pero la paz de mi alma y la tranquilidad de no distorsionar el entorno, me anima a terminar con unos versos:
Bajo la vereda temblorosa
que carga mis penas de cansancio
y bajo redimido de aquel peso
que agotaba el alma en el ascenso.
Y bajo silencioso,
cuidando de no turbar tu incipiente sueño
e intuyo esperanzado
la primavera nueva engendrada en un beso.
Vega. Vega de amor y rezo.
Ya nada será igual en mi existencia
y cualquier decisión que yo tomara
Tendría que contar con tu presencia.


Ramón Ant. Menéndez López