POEMARIO
Siempre nos quedará Covadonga.
José Antonio Olivar Cubiella
I
Aviso a navegantes peritos en lirismo,
a inquisidores que hurgan en creación ajena
y a algunos diletantes que, huérfanos de ideas,
juzgarán este escrito con rigor académico:
Esto no es un poema: son recuerdos que hilvano
con aguja enhebrada en hilo de añoranza
y que ofrezco envasados en verso alejandrino
que les sirva de balsa contra tanto naufragio
que devasta las tierras del mar de la memoria
aventando sus restos al rincón del olvido.
Esto no es un poema: son gajes de un oficio
que me llevó a hacer versos porque un verso es la vida,
inevitable herida que a traición nos hicieron
cuando nos invitaron a venir a este mundo.
Crónica a vuela pluma bien pudiera ser esto.
Puesta en pie de unos años que, aunque, al igual que todos,
no vayan a volver, nadie podrá quitárnoslos
porque son para siempre nuestro único equipaje.
Crónica de unos años envueltos en nostalgia
que es siempre referencia de un paraíso perdido.
Y es que el hombre no es sólo cuerpo y alma
sino también nostalgia, esa materia mágica
compuesta de carencias, y que siempre precisas
para poder soñar o, simple y llanamente,
para echarle coraje y, así, seguir tirando
con lo que fue o que pudo haber sido, y aquello
que no será jamás porque la vida
ni tiene marcha atrás ni se detiene nunca.
II
Covadonga es un ave que levanta su vuelo
y remonta los aires al filo de la historia.
Covadonga es un atrio de magia y geografía,
Altar Mayor de España antes que España fuera
tropel de disensiones y mezquinas querencias.
Con la cruz de Pelayo y el signo del Auseva,
el monte cuya entraña es el fragor de un río
que se oculta en Orandi para precipitarse
- cual si se arrodillaran su furia y su torrente -
a los pies de la Virgen que reside en la Cueva.
Covadonga es la punta de lanza del empeño
de ganar lo perdido y de perder el miedo
a admitir que el milagro es un pan cotidiano
que debe compartirse con los pies en la tierra,
con la mente lanzada a empresas siderales,
con las manos dispuestas a estrechar otras manos,
con la mirada puesta más allá de las cosas.
Covadonga es el arco en que se tensa el alma.
Es la ventana abierta a los cuatro mil vientos
que ventilan los días, los sueños y las mentes.
Es una torrentera de buenas intenciones.
Y es puntual referencia a que hay otros modos
Y formas y maneras para la convivencia.
III
Un día Covadonga, seña y cuna de España,
acunó nuestros sueños más bellos y más nobles.
Era mil novecientos cincuenta y dos. Septiembre.
Llovía a cosa hecha: se desquitaba el cielo.
Y un centenar de niños llegábamos dispuestos
a iniciar una “mili” que duró doce años.
Todavía era posguerra: época de patatas-
¡suerte que las había porque el hambre era norma!-
guisadas...a la viuda, entre un rumor de Kempis
-el libro que hacia el yermo empujó a Amado Nervo-
flotando en un silencio que tan sólo rompían
cucharas cual lebreles que, a la caza del caldo,
luchaban a porfía en loco tintineo.
Así era el seminario. Así. Mas por encima
del latín y los rezos, del vuelo de sotanas
y fajines azules e impolutos roquetes
o de los guardapolvos grises como tristezas;
más allá de los dogmas, detrás de la Escolástica,
entre los silogismos y el “anatema sit”,
éramos compañeros no sólo de fatigas
sino del bello sueño que consistía en ser
pescadores de hombres en un mar nada en calma,
mensajeros de Cristo (mas nunca guerrilleros
de ningún Cristo Rey....cual Júpiter tonante).
Temblorosas semillas de un empeño evangélico,
devinimos en árbol que quería elevarse
a las cumbres de un cielo que no estaba en la tierra.
Nos dieron muchos dogmas y poca tolerancia
porque así era la cosa y el signo de la época.
Hijos de nuestro tiempo pero nunca embobados
por yugos o por flechas, por hoces o martillos,
aceptamos el yugo más dulce y llevadero,
y fue nuestro deseo ser flechas de concordia
sin hozar en la charca de los resentimientos
y sin martillear a quienes discrepaban.
Y salimos con ganas de comernos el mundo,
materia que, por cierto, no es nada digerible.
Pero el mundo no pudo acabar con nosotros
aunque fuimos cambiando porque todo cambiaba
....y no estábamos hechos de diferente harina.
Hay una cosa cierta y clara como el día:
Nosotros ni avanzamos a lomos del olvido,
ni fue la cobardía nuestra cabalgadura.
Nunca y jamás olvido. Nunca las deserciones.
Nunca al canto del gallo le precedió el momento
de negar como Pedro que fuimos lo que éramos:
en nuestras biografías nunca existió ni existe
el estúpido velo con que más de un preboste
hoy oculta la suya enviando al olvido
la realidad contante de que también ha sido
-y eso imprime caracter- “sacerdos in aeternum”.
IV
Cincuenta años después yo volví a Covadonga.
Y allí estaba Pelayo y allí estaba el Auseva.
Allí estábamos todos (todos los que pudieron
acudir a la cita) y cada uno era hijo
de su madre y su vida. Pero nadie creía
ser resto de un naufragio. No éramos producto
de un general fracaso: ni los que resistieron
ni aquellos que nos fuimos quedando en el camino’
Éramos llama viva cada cual en lo suyo.
Y éramos, ante todo, las cuentas de un rosario
hecho milagro vivo, sentido y desgranado
por los lentos pasillos de un largo seminario.
Allí estaba Custodio, hecho un nudo de esfuerzos
por mantener el tipo como el roble que era.
Estaba allí Luis Álvarez, el Bill Gates diocesano.
También estaban Flórez- hoy ya no habla de Rusia
en tono escatológico- y Fernando M. Viejo
compañero del alma y voz que es un prodigio.
Y Rey, como Petronio, árbitro de elegancia.
Ceferino Bermúdez, que perdió para siempre
el acento galaico. Y Faya, ¡qué buen tipo
aunque escuches su voz a deshora en el móvil!
Enrique Iglesias (¡ojo! que nadie le confunda
con el joven artista que dicen que es cantante).
Y Zapatero, el nuestro, que no el de la Moncloa:
¡qué polos tan opuestos para un mismo apellido!).
Y Zaragoza, siempre en plena ebullición
y rey del SMS con sus chistes políticos.
Estaba Manuel Suárez (¡qué galán perdió Hollywood!).
También Silverio Cerra, un Espasa viviente.
Y Cayo, que domina cual Antonio de Lama
los más bellos detalles de la Literatura.
Y Bardales, que aún es un pincel siempre en forma.
Y Barcia, con su altura del todo mayestática.
Y Artemio, con su toque de coraje y prudencia.
Fanjul, con su retranca de fino humor medido.
González-Nuevo, siempre al filo de lo actual.
Y José Luis Fernández, Manuel Garcìa Álvarez.
Y José Miguel Suárez, Manuel Robla, Evaristo
Medina, Hermenegildo, Constantino Menéndez
Marrón, Celso González: en total veintisiete,
a los que se sumaron César Marqués- él fue
cincuenta años atrás, nuestro primer rector
y ahora, sin que él mismo intuirlo pudiera,
venía a despedirse de todos...para siempre-
y don Ramón Iglesias, el perfecto prefecto
que afrontaba las duras igual que las maduras.
Los unos les contaban sus vidas a los otros,
como medio siglo antes también las desgranaban
en los largos paseos a la Riera y Llerices,
a la Cruz de Pelayo, Los Lagos y La Venta.
Donde un día hubo niños se peinaban mil canas.
Se atisbaban ya achaques donde hubo adolescencia.
Mas tras los viejos rostros cincelados de arrugas
destellaban los ojos de idéntica manera
que hace cincuenta años en aquella primera
llegada a Covadonga, pues miraban de frente
con la misma nobleza, con entusiasmo idéntico.
Sin duda, éramos todos los que ese día estuvimos.
Pero sería injusto atreverse a afirmar
que quienes no acudieron lo hicieran por pensar
de distinta manera. Y lo más doloroso
fue la obligada ausencia de Novoa, Rubio y tantos...
que no pudieron ir por la explicable excusa
de que ya se encontraban más allá de esta vida.
V
Esto no es un poema ni maldita la falta.
Son palabras que brotan más allá del oficio
del que vivo por ser juntador de palabras
porque aquí me limito a juntar sentimientos,
querencias y nostalgias-mimbres del mismo cesto-
en torno al devenir de un centenar de niños
que en el cincuenta y dos iniciamos un vuelo.
Cincuenta años más tarde, volvimos a encontrarnos
en el lugar de siempre: el punto de partida.
Hoy, al igual que Bogart y al igual que Ingrid Bergman,
nos sentimos los mismos y estamos convencidos
de que a nosotros siempre nos queda Covadonga.